Ramírez Bedolla no ha detenido la violencia, porque no tenía una estrategia para ello; al contrario, lo que hubo fue un deterioro visible, una incapacidad creciente y un gobernador que no asumió el control territorial que simplemente perdió.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, marcó el momento más difícil del gobierno de Alfredo Ramírez. Lo volvió a exhibir y mostró la fuerza real de los grupos criminales, la fragilidad institucional y la incapacidad del estado para contener un territorio que se le fue de las manos. Por eso, organizaciones civiles, colectivos y voces locales exigieron la salida del secretario de Seguridad Pública, Juan Carlos Oseguera Cortés.
Tuvo que intervenir la Federación para remover lo que el gobernador se resistió a cambiar, apostando a "ganar tiempo".
La salida de Oseguera Cortés no fue una decisión del gobierno estatal. Fue una instrucción operada desde el Gabinete federal de Seguridad. Omar García Harfuch, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, incorporó un ajuste dentro del Plan Michoacán, una estrategia que busca entrar a las entrañas de los estados y de sus secretarías de Seguridad Pública para desmontar -con trabajo de inteligencia- la estructura que el gobierno local nunca tocó.
La llegada de José Antonio Cruz Medina lo confirma. Su perfil, y la confianza con la que cuenta de parte de García Harfuch, podría desmembrar varias células desde el interior de la SSP michoacana… y también desde oficinas gubernamentales. No es un relevo de rutina ni un cuadro estatal: es un operador federal, formado en inteligencia, investigación y operaciones, colocado para intervenir una Secretaría que llevaba años sin control. Es el sello de la Federación en una crisis que el estado ya no pudo manejar.
Michoacán dejó de ser un problema estatal. Una vez más, es una emergencia nacional.
Y es que Michoacán es un botín porque lo tiene todo: rutas, puerto, corredores y una economía legal que alimenta a la ilegal. Su territorio conecta el Pacífico con el centro del país y desde su sierra salen caminos que sirven para mover droga, precursores, dinero, armas y personas sin dejar rastro. Lázaro Cárdenas es la entrada clave de insumos químicos, mientras que el aguacate, el limón, la minería y hasta el transporte se han convertido en negocios paralelos donde el crimen encontró la forma perfecta de extorsionar, lavar y dominar. Esa mezcla -rutas, riqueza y geografía- hace que cualquier grupo criminal vea a Michoacán como un premio mayor al que no está dispuesto a renunciar.
En ese contexto, los gobernadores y presidentes municipales se vuelven un flanco frágil, porque el poder criminal busca justo eso: autoridades vulnerables, aisladas, rebasadas o dispuestas a cerrar los ojos. Alcaldes que controlan y abren el paso, directores y secretarios de Seguridad que deciden "operativos", gobernadores que toleran el silencio… cualquiera puede terminar convertido en pieza útil. Por eso Michoacán se volvió tan fácil de corromper y tan difícil de rescatar: porque mientras el crimen opera como una estructura nacional, las autoridades responden desde la debilidad local. Y esa asimetría explica por qué el estado se les ha ido de las manos una y otra vez.